Malditas lágrimas

Reprimir las lagrimas cuando algo duele mucho no es fácil.

Da igual donde te pille. Trabajo, bus o en tu rincón favorito del sofá. 
A veces una solo necesita un chispazo para que las lágrimas se amontonen en los ojos. 
Y una vez sucede eso, ya no hay fin.
Como aquel anuncio de Pringles, cuando se tienen mil y un pensamientos en la cabeza, ya no se puede parar.
Sean de rabia, frustración, pena o alegría, las lagrimas son así. 

Unas punkis que deciden que la gravedad vale mas que nuestro orgullo y resbalan por las mejillas sin ningún tipo de pudor.

Son unas escandalosas. Enrojecen los ojos y generan un nudo en la garganta que es difícil de disimular.
Y no todos los sitios son buenos para descargar de forma acuosa, esas ideas que retumban incesantes en nuestras inquietas mentes. De hecho, casi ningún lugar es el apropiado.
Supongo que es educacional, pero la mayoría de veces, las lágrimas me transmiten inseguridad. Solo los débiles no son capaces de controlar sus sentimientos y no me gusta sentirme débil.
No me gusta que algunas cosas me puedan y me generen esa rabia e ira incontrolada que rebosa de mi y que va cargada de hormonas incontrolables.

De la misma manera que mi cerebro inhibe ese lagrimeo en la lucha y la huida, debería, si realmente fuéramos tan inteligentes como creemos, reprimir las lágrimas en mis peores momentos emocionales. Así me sentiría mas fuerte y aprendería a llevar mejor las frustraciones.
No es una cuestión de convertirse en un ser frío... en un tempano de hielo. No me gusta la gente que no siente ni padece. No me fío de ella. Hablo de un punto intermedio, de no demostrar tan abiertamente como proceso las cosas. Hablo de que mi interlocutor no sepa si me puede, si me hiere o si me cabrea.
Hablo de guardarme pequeños secretos pues en esta vida no hace falta compartirlo todo y mucho menos, nuestra mierda.

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